Una imagen repetida en cualquier salida dominical de ciclismo en carretera es la de una grupeta de ciclistas deteniéndose en el mismo bar de siempre, como si formara parte del recorrido oficial. Lo que para un espectador casual podría parecer una simple pausa para el café, representa en realidad una tradición profundamente arraigada dentro de la cultura ciclista. Más que un alto para reponer fuerzas, se trata de un punto de encuentro social, de cohesión del grupo y, en cierto modo, de identidad compartida.

¿Por qué los ciclistas se detienen todos en el mismo bar?
Cada grupeta tiene su ‘bar oficial’. No se elige al azar ni por casualidad. La elección responde a un cúmulo de factores que, con el tiempo, convierten ese local en una especie de santuario. La calidad del café o la amplitud de la terraza pueden ser relevantes, pero lo que realmente cuenta es la continuidad, la familiaridad y la acogida del propietario. Los ciclistas no buscan tanto un servicio excelente como un espacio en el que sentirse en casa, donde se conozcan los nombres, las bicicletas encuentren su sitio y el camarero sirva sin preguntar.
En ese bar se habla de desarrollos, de medias, de carreras y de anécdotas del día. Se discute si uno ha ido a rueda todo el tiempo o si otro ha tensado en la subida para intentar romper el grupo. Pero también se habla de trabajo, de familia, de vida. La grupeta deja por un momento de ser un pelotón y se convierte en tertulia. Ahí, con el culotte aún húmedo y las gafas marcadas por el sudor, se refuerzan lazos que van mucho más allá de los vatios y los kilómetros acumulados.
El ritual comienza antes incluso de la parada. Durante la ruta, los ciclistas ya anticipan el momento: ¿Hoy paramos en el de siempre, no?
. Es casi innecesario decirlo, pero se pronuncia igual. Si un día se cambia de local, ya sea por estar cerrado o por una propuesta ocasional, no faltan las comparaciones. El café no es como el del otro
, Aquí no hay sitio para dejar las bicis
o Falta ambiente
. Porque el bar, más que un lugar, es una extensión del grupo.
El propietario del bar también forma parte del paisaje. Con el tiempo, aprende los horarios, reconoce a cada uno por su bicicleta o por el color del maillot, y sabe que cuando llegan veinte ciclistas a la vez, no hay que tener prisa. En algunos casos, incluso guarda mesas, prepara tostadas antes de la llegada o tiene la confianza suficiente como para bromear con los habituales. Esa relación de complicidad refuerza el sentido de pertenencia y consolida al establecimiento como punto neurálgico del grupo.
Lo interesante es que, aunque cada grupeta tiene su bar, el fenómeno es común a lo largo de toda la geografía. Desde Galicia hasta Andalucía, pasando por Castilla o Cataluña, el bar de los ciclistas es una figura recurrente. Cambia el nombre, la ubicación y el paisaje, pero el espíritu permanece. Es un fenómeno transversal que une a quienes practican este deporte en un plano humano, afectivo y cultural.
Esta parada, aparentemente trivial, refleja uno de los aspectos más genuinos del ciclismo: su dimensión comunitaria. En un deporte individual, donde el esfuerzo es personal, la grupeta y su bar representan la cara más social del pedal. No se trata solo de montar en bici, sino de compartir, de crear costumbre, de construir un espacio propio dentro de la rutina del fin de semana.